El reloj marca las seis. Es una tarde donde el sol amaga a ocultarse y deshoja poesía en los oídos de Lucia.
Un muchacho viene de una larga caminata por calles desérticas. Trae consigo un cuaderno repleto de agraciadas palabras.
Se examinan de cuadras opuestas. No sabría decir quien cruzó primero.
Solo bastó un santiamén, para persuadir al temible tiempo; de la indecisión.
Solo bastó un santiamén, para persuadir al temible tiempo; de la indecisión.
Y allí están Lucia y Sebastián, exhalando suspiros de fascinación cuando ya el día aterriza en la noche.
Permanecen juntos.
Te ves tan callada, de lejos pude notar tu calma, dijo Sebastián.
Lucia aparenta estar despistada observando unas hojas que bailotean con el viento frió del otoño.
No responde.
Sebastián también desvía su mirada hacia aquel panorama hipnótico.
Pasan algunos autos, y unos hombres altos transitan cerca y conversan en voz alta.
Sus miradas siguen sin converger.
Lucia está abstraída, concentrada en los pasos acelerados de las personas que pasan a su lado y en las sombras casi borradas que sobreviven al crepúsculo.
Perciben una hermosa serenata, dulce, que inspira calor en la noche abastecida de helados torbellinos.
La azucarada melodía hace que sus miradas se vuelvan a descubrir.
¡Que lindo! dicen al unisono.
¡Que lindo! dicen al unisono.
Lucia sonríe.
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