Risueño el cuento que nos contamos una y otra vez.
Y las velas que prendimos una y otra vez para conocernos, con hábito y con paciencia.
Sabiendo una y otra vez que no hay tormenta que dure un ocho perezoso.
Así, una y otra vez, las bifurcaciones del camino se preceden, como si fuese una especie de competencia.
Una y otra vez el liderazgo cae por su propio peso.
La escuela de la que salimos lo sabe y quiénes levantaban la voz, solo afirmaban su naturaleza irascible y volcánica.
Perfecto una y otra vez.
Son los tiempos de Dios, que una y otra vez, nos ponen en un lugar vulnerable y nos recuerdan que no hay separación y por eso hay que evitar la ofensa al propio ser.
Como si el cantar de un pájaro no fuera suficiente para callar los malos pensamientos, que una y otra vez deben ser silenciados con el amor y la poderosa presencia de Dios.
Como si ver una ballena asomarse a la superficie no fuera suficiente para entender la inmensidad inconmensurable de la vida en la Tierra.
Y una y otra vez seguimos en la rueda, pero si nos detenemos y nos volvemos uno con el todo, dejando a un lado la dualidad, abrazando ese intento de separación para ser amor profunda y omnímodamente.