Me miro en el espejo, no sé quién soy. No sé quién soy. Todavía no sé quién soy. No lo sé.
Tengo un flequillo ahora. Pero no sé de quién es este rostro con flequillo. Deja al descubierto una cara, unos ojos en ella, una nariz y una boca. El semblante es serio y hermoso. Me mira y yo no sé quién es.
Entiendo que siento la soledad en los huesos. Sé que ando sola. Solitaria. Vagabunda en mi mente. Extraviada en mis emociones. Mis, mis, mis ¿mis? ¿Mis qué? No es nada mío. No hay separación.
Ando y ando, el derrotero se vuelve inflexible. Yo elegí. Yo decidí. Ya no hay vuelta atrás. Amarme es urgente. Aún sin saber quién soy. Amarme como desconocida.
¿Cuántas veces amé a un desconocido más que a mí misma? Incontables veces ya. Infinitas y estúpidas también. Las veces. Estúpidas veces. Ubicua estupidez me definió. Pero ahora el cambio radical. O eso espero al menos. Aunque no sepa quién es esa mujer en el espejo.
El espejo.
No mintió. Reflejó la tristeza más dulce. Esa que fui de adolescente. Un enojo inefable e inexorable. Solo el espejo atajó la ira. Que fue devuelta con indiferencia en la nimiedad del momento. Quizás en ese espejo quedó atrapada la furia del incierto devenir y la ansiedad insondable.
Para escapar y no parar hasta advertir una fútil sonrisa, miserable en su nacimiento.
Muere la sonrisa.
Mil tardes en las que la mirada perdida busca algo de qué agarrarse. Y sin éxito, cualquier imagen es mejor que hacerse cargo de la propia existencia.
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